La Danza del Guerrero y la Tejedora de Eternidades
- samuel gaitan
- 2 feb
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Cuando la estrella Anka’thar estalló en un gemido de luz violeta, el universo parió un instante imposible. Entre los escombros incandescentes, donde los meteoros cantaban como corales rotos, dos figuras emergieron de la nada tejida.
Él era una cicatriz con forma de hombre. Su armadura, forjada del hierro negro de agujeros olvidados, guardaba en sus junturas el polvo de soles devorados. Lo llamaban El Sin Retorno en las lenguas extinguidas de Orión, pues donde pisaba, hasta las estrellas enanas huían. Pero aquel día, entre los dedos de radiación de la supernova, algo en su pecho de titanio vibró como un latido recién nacido.
Ella surgió de un pliegue del vacío. Su manto era la ausencia misma, pero en sus ojos danzaban todas las nebulosas que jamás se nombrarían. La Princesa de las Lágrimas Estelares —la que hilaba los destinos con hilos de antimateria— alzó una mano y detuvo un meteoro en plena caída. La roca, ahora quieta, se convirtió en un espejo de obsidiana donde el guerrero vio por primera vez su propio reflejo: no un guerrero, sino un archipiélago de heridas brillantes.
—Has vagado tanto que hasta la oscuridad te reconoce— susurró ella, y su voz era el sonido que hacen los planetas al nacer. —¿No te cansas de repetir la misma batalla?
El guerrero quiso apretar su espada (aquella que había partido cometas en la era del Fuego Primigenio), pero en su lugar, brotó de su palma una flor de hidrógeno. La princesa sonrió, y en esa sonrisa se desintegraron tres lunas de Júpiter.
—Soy la memoria del cosmos —dijo ella, acercándose—. Tú, su olvido. Juntos somos el verso que ninguna raza podrá escribir.
Se tocaron.
Y al hacerlo, las leyes de la física se desgarraron. La armadura del guerrero se deshizo en enjambres de luciérnagas cuánticas; el manto de la princesa se tiñó de rojo sangre estelar. En el abrazo, él sintió el peso de mil vidas que no había vivido; ella, el vértigo de un final que siempre había temido.
La explosión los envolvió. Cuando el humo cósmico se dispersó, donde antes había dos, ahora había un planeta azul girando lentamente. En sus océanos, las olas susurran diálogos entre espadas y telares; en sus montañas, las grietas forman runas que narran un amor más antiguo que las estrellas.
Desde entonces, cada vez que un niño mira al cielo y siente nostalgia de un lugar desconocido, ellos giran en su órbita de silencio. Él talla escudos con los anillos de Saturno; ella cose vestidos con los cinturones de asteroides. Juntos, siguen escribiendo la única historia que el infinito no ha podido borrar: aquella donde un guerrero aprendió a morir, y una diosa, a nacer.




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