CANCIÓN DEL INMORTAL Y LA PRINCESA DE LAS LÁGRIMAS ESTELARES

Él, guerrero de siglos, forjado en supernovas,

su armadura de astros jamás conoció el miedo;

cargaba en su espada la luz de siete lluvias,

y en su pecho, un abismo de batallas sin nombre.

Ella, princesa eterna, tejedora de infinitos,

su cabello era un río de galaxias dormidas;

sus ojos contenían la sombra de agujeros

donde el tiempo se ahoga en suspiros de polvo.

Se encontraron un día que murió una estrella:

el cielo estalló en grietas de oro y esmeralda,

y entre lluvias de meteoros como lágrimas frías,

sus miradas trazaron un puente de silencio.

Él, que jamás sintió más que el filo del hierro,

vio en su rostro un mapa de constelaciones nuevas;

ella, que solo hablaba en lenguaje de nebulosas,

sintió temblar sus hilos de plata milenaria.

—¿Eres cicatriz o estela?— preguntó la doncella,

mientras gemían rocas de cristal en la orbita—.

Tu alma huele a ceniza de soles derrotados,

pero tus manos guardan semillas de auroras.

—Soy espada sin dueño— rugió el guerrero inmortal—,

fantasma que repite el mismo verso trágico.

Mis heridas son versos que el universo escribe,

pero hoy… hoy algo quema distinto en mi costado.

Y entonces, como un canto de átomos y fulgores,

la princesa fundió su voz con los escombros:

—Te nombro mi reflejo, mi guerra y mi reposo,

la única muerte que mi infinito no borra—.

Se abrazaron al ritmo del colapso estelar:

su beso fue un Big Bang de sombras y jacintos,

y en su unión nació un hijo hecho de eternidad breve:

un planeta azul donde llora el amor antiguo.

Ahora, cuando una estrella revienta en el vacío,

algunos juran verlos danzar entre los restos:

él, tallando escudos con fragmentos de cometas;

ella, hilando canciones con lágrimas de tiempo.